La infancia y su sombra
Laura Malosetti Costa 2015

El animal ha muerto o casi ha muerto.
Quedan el hombre y su alma.
Vivo entre formas luminosas y vagas
que no son aún la tiniebla.

Jorge Luis Borges, “Elogio de la sombra”(1969)

Algo de pesadilla, algo de siniestro en el corazón del bosque, algo de la infancia en el Sur y de una obstinada paciencia aprendida en los inviernos helados hay en los cuadros a carbonilla de Viviana Blanco.

No podría decir que son dibujos: son grandes obras monocromas que juegan con el trazo y la sombra plena sobre el blanco del papel o del muro. Sus carbonillas son casi siempre inmensas y, a veces, efímeras, como si el largo proceso de su creación se resolviera finalmente en su desaparición, en la sombra del recuerdo.

La reducción de los recursos materiales a su mínima expresión (carbonilla y papel) logra un efecto de concentración expresiva en las formas jugando con una ambigüedad inquietante: Viviana dibuja paisajes en apariencia nevados, en apariencia bellos, en los cuales irrumpe lo siniestro y lo extraño de diversos modos.

Recurre a la sombra plena: en obras tempranas trabajó desnaturalizando el espacio de la fotografía, reducía el claroscuro a sus valores extremos para conservar solo una evocación sintética de los datos del paisaje real. Pero es más habitual en sus obras recientes la introducción de seres extraños como una sombra cuyo único atributo es su silueta: Viviana retoma aquel recurso de las silhouettes del siglo XVIII o el teatro de sombras chinesco para destacar el misterio de seres monstruosos que se cuelan en sus paisajes: pájaros que también son lobos, o plantas, hombres que también son hongos, o pájaros, multitudes de formas aladas o simplemente sombras que desdicen la perspectiva y la ilusión tridimensional del plano.

Hay siempre un espacio para la incertidumbre en las obras de esta artista, esa incertidumbre entre lo real y lo imaginario que potencia el elemento fantástico: “Lo fantástico supone la solidez del mundo real, pero para destruirla mejor”, escribía Roger Caillois.[1]

El territorio de la infancia, ese vasto territorio de construcción de fantasías, miedos, distinciones netas entre el bien y el mal que toman la forma de fábulas, ese es el territorio que evoca y que transita Viviana Blanco una y otra vez en sus obras, liberándolas plenas de ambigüedad. “Para mí, en el dibujo tiene que haber siempre una tensión extraña, algo que sea incómodo, a veces dado justamente por ese componente imaginario, ficticio, que trastoca la lectura realista de la obra […], un ligero corrimiento, una anomalía, desnaturaliza la escena”, escribe la artista en este libro que reúne más de diez años de trabajo. Esa desnaturalización también aparece en su tratamiento del espacio: nada está en su sitio, las formas son engañosas.

Entonces, sus obras son paisajes, son construcciones imaginarias que han crecido en la distancia que la separa de su infancia, de ese Sur patagónico crecido en la memoria. Todo aparenta tener un orden creado con finos trazos que hacen aparecer formas: de árboles, de plantas, de animales, hasta que irrumpe la sombra plena, de una rara intensidad. Esa sombra a veces es negra y otras veces, blanca (el vacío del blanco del papel), y tiene siempre una dimensión extraña: la solidez de una presencia siniestra o el vacío que abre un abismo de sentido horadando la superficie.

Ese horadamiento ha sido llevado por Viviana a una dimensión material en algunas instalaciones como la que realizó en 2009 en la ciudad de Oaxaca (Parecido desconocido) y en 2012 en las salas del Fondo Nacional de las Artes (Pasos para una mutación); pero en general sus obras deslumbran por su neta bidimensionalidad.

Son obras en las que se cuela el frío y el silencio, obras que susurran narraciones extraordinarias que invitan a imaginarlas. Cada espectador podría ensayar su propia historia en ellas.


[1] Roger Caillois, Obliques, précédé d’Images, images…, París, Stock, 1975, p. 17. Traducción: Luigi Volta. En: Héctor Ciocchini y Luigi Volta, Monstruos y Maravillas,Buenos Aires, Corregidor, 1992, p. 19.

Childhood and its Shadow

The animal is dead or nearly dead.
Man and his soul remain.
I live among vague and luminous forms
that are not yet darkness.

Jorge Luis Borges, “In Praise of Shadow”(1969)

Viviana Blanco’s paintings in charcoal partake of nightmare, of something uncanny in the heart of the woods, of childhood in the south, and of a stubborn patience acquired during icy winters. I cannot call them drawings: they are large monochromatic works that engage line and intense shadow on the whiteness of the paper or the wall. Almost all of her works in charcoal are immense and, yet, ephemeral, as if the long process of their creation ended in their disappearance, in the shadow of memory.

She makes use of intense shadow: in her early works she denaturalized the space of photography, reducing the chiaroscuro to extreme tones until all that was left was a hint of the real landscape. In her more recent works, she introduces strange beings whose sole attribute is their silhouette, a resource the artist borrows from 18th century silhouettes and from Chinese shadow theater, to show the mystery of monstrous beings that sneak into her landscapes: birds that are also wolves or plants, men that are also mushrooms or birds, crowds of winged forms or just shadows that belie the perspective and the three-dimensional illusion of the plane.

The territory of childhood—that vast terrain where fantasies, fears, clear-cut distinctions between good and evil that take the shape of fables, are constructed—is the territory Viviana Blanco evokes and explores time and again in works thrown headlong into ambiguity. “All of my drawings must have a strange tension, something uncomfortable that might come out of that imaginary, fictitious element that upsets a realist reading of the work […], a slight skewing, an anomaly that denaturalizes the scene,” the artist writes in her text for her book, which brings together over ten years of production. That denaturalization appears as well in her treatment of the space: nothing is in its place, the forms deceive.

Her works, then, are landscapes, imaginary constructions that have grown in the distance that separates her from her childhood, from that Patagonian south that has grown in memory. Everything seems to have an order created with thin lines that make forms appear—shapes of trees, plants, and animals—until a consuming shadow of rare intensity irrupts. Sometimes black and sometimes white (the blank page), that shadow always has a strange dimension: the solidity of an uncanny presence or an emptiness that opens up an abyss in meaning by piercing the surface.

Adaptation from prologue by Laura Malosetti Costa

Viviana Blanco Buenos Aires, November 2015